La Concepción de la "Ciudad Ideal" y su Resonancia en el Urbanismo
A lo largo de la historia de la arquitectura y el urbanismo, la noción de la "ciudad ideal" ha sido una búsqueda constante de orden, belleza y funcionalidad. Esta concepción, sostenida sobre principios filosóficos, estéticos o técnicos, ha funcionado tanto como crítica del presente como proyecto para un futuro deseable. Nacida al calor del humanismo renacentista, la ciudad ideal proponía una organización racional del espacio urbano, como contra modelo del caos medieval: calles estrechas, parcelamiento irregular, mezcla indiscriminada de funciones y ausencia de control. En cambio, la ciudad ideal debía reflejar un orden superior, racional y armónico.
Entre las manifestaciones iniciales de esta idea se destaca Utopía (1516), la célebre obra de Tomás Moro, que describe una ciudad insular de planta regular, con casas uniformes, calles amplias y una distribución funcional del espacio. Aunque presentada como una ficción política, esta ciudad imaginada proyectaba un ideal de orden colectivo.
Durante el siglo XVII, estas ideas evolucionaron hacia el urbanismo barroco, que combinaba la racionalidad clásica con una dimensión escenográfica y simbólica. Las places royales de París o la Plaza de San Pedro en Roma son ejemplos de cómo la ciudad se volvía un instrumento de poder: con ejes visuales monumentales, espacios jerarquizados y grandes perspectivas que imponían orden visual y legitimaban el dominio religioso o político.
Roma barroca, en tiempos de la Contrarreforma, se diseñó como un instrumento de poder y control simbólico. La Iglesia católica buscó reafirmar su autoridad mediante un urbanismo escenográfico: grandes plazas, avenidas rectas y arquitectura monumental que buscaban impresionar y guiar la mirada de los habitantes. La Plaza de San Pedro, con su diseño de Bernini, es un claro ejemplo de cómo el espacio urbano se vuelve teatro del poder religioso. Para Mumford, esta ciudad está pensada desde arriba, para exhibir dominio y provocar admiración, perdiendo su dimensión como espacio de vida comunitaria.
Imagen de la ciudad de Roma en 1641
París haussmanniana, reformada en el siglo XIX bajo Napoleón III, representa el urbanismo tecnocrático y autoritario. Haussmann demolió las calles medievales para crear amplios bulevares que facilitaran la circulación, pero también el control militar y político, evitando rebeliones populares. Si bien la nueva París fue visualmente imponente y más funcional, perdió la riqueza social y cultural de su tejido original. Mumford lamenta que este modelo priorizara la vigilancia y el orden sobre la calidad de vida y la interacción espontánea, estableciendo un patrón de urbanismo moderno que sería imitado mundialmente.
![Paris1609 (1)[1].jpg](https://static.wixstatic.com/media/74eb16_67578869a9574c3aa5f453d3424f2fc3~mv2.jpg/v1/fill/w_249,h_240,al_c,q_80,usm_0.66_1.00_0.01,enc_avif,quality_auto/Paris1609%20(1)%5B1%5D.jpg)

Imagen de la ciudad de Paris 1609
Londres industrial, en contraste, creció sin planificación estatal ni centralizada, impulsada por el mercado y la industria. Esta expansión caótica produjo una ciudad fragmentada, contaminada y desigual, donde el espacio público se redujo y la vida comunitaria se debilitó. Para Mumford, Londres ejemplifica cómo la falta de una visión colectiva puede resultar en una ciudad inhumana, aun sin autoritarismos visibles.
En los tres casos, Mumford critica la pérdida del enfoque humanista en el urbanismo: Roma impone el poder espiritual, París el político y Londres el económico, dejando al ciudadano fuera del centro de la ciudad. Estas ciudades fueron pensadas “desde arriba”, priorizando el efecto simbólico y el control por encima de la vida comunitaria cotidiana.
José Luis Romero, por su parte, describe este proceso como una “refeudalización” del espacio urbano. En su visión, la ciudad barroca del siglo XVII responde al fortalecimiento de los Estados absolutistas, que subordinan a la ciudad medieval burguesa a la lógica centralizadora de la monarquía. En La ciudad occidental, señala que esta nueva configuración se expresa en la arquitectura y el urbanismo con plazas majestuosas, avenidas abiertas y edificios institucionales dominantes, mientras la participación cívica autónoma retrocede. Esta lógica se extendió también al continente americano, donde las ciudades coloniales reproducen esa segregación espacial y jerarquía simbólica.